domingo, 25 de julio de 2010

Jóvenes Bárbaros, verano 2010.

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La Primera Guerra Mundial es uno de los sucesos más terribles y olvidados de la historia moderna de Europa. Supuso el suicidio del orden burgués, incapaz de impedir las grandes matanzas; el final de los Imperios Europeos, el ruso, el austro-húngaro, el alemán y el inglés (aunque este sobreviviese hasta el final de la Segunda Guerra Mundial). Fue un momento horrible para la demografía europea, en que nuestro continente sufrió una sangría de la que aún no se ha recuperado.


Entre las pocas cosas favorables de aquella guerra puede sin embargo verse la forma en que se liberaron los espíritus nacionales.

En toda Europa se produjo una revolución espiritual que superó las divisiones sociales cuando soldados de las distintas clases sociales compartieron unos mismos esfuerzos y sufrimientos en el frente y se liberaron de todo aquello que tiene de rutinario y bajo el mundo burgués y descubrieron el amor al riesgo, la camaradería, y ese socialismo de las trincheras que invocó Strasser en sus escritos. La Guerra de 1914 destruyó mucho pero dejó tras de sí las semillas de una nueva manera de entender el nacionalismo y el pueblo.

Países que parecían condenados a no existir nunca más resucitaron. Ese fue el caso de Polonia, Finlandia o Irlanda. Aunque esos nacionalismos no sean los nacionalismos revolucionarios que normalmente estudiamos, merece la pena verlos de cerca. La Irlanda que se alzó en 1816 y tuvo su primera dosis de autogobierno en 1921 era realmente una nación proletaria, a la que una larga ocupación extranjera había privado de toda posibilidad de desarrollo y reducido durante largos periodos de su historia a la miseria cuando no al hambre.

El hecho de que su revuelta no concluyera con un estado nacional y social en el sentido que nosotros propugnamos no quita valor a su revuelta contra un imperio, el inglés, que en aquel momento era el más poderoso del mundo.

De la editorial

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